Unalma

Cuando lo irreversible es reversible

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cuando lo irreversible es reversible

A la luz de una historia

Extracto del libro “Un arte de Curar” de Jorge Carvajal.

La quimioterapia había marcado sus facciones. Beatriz era aún un ángel, pero el color rosado había abandonado las mejillas de esta hermosa quinceañera que un día empezó su tratamiento por un sarcoma de la cara – una variedad de tumor maligno, de tal agresividad, que en pocas semanas había destruido parte de los huesos del maxilar y el tabique nasal. Los controles radiológicos mostraban que, a pensar de todos los esfuerzos, el tumor seguía su avance inexorable.
En el hospital decidieron suspenderlo todo. Ese mismo día pude verla de nuevo, esta vez sin el brillo secreto de la esperanza, lo único que en las anteriores consultas me decía que aún ardía la llama de la vida en el interior de ese cuerpo cansado.
Durante varios meses habíamos luchado para atenuar los efectos nocivos de la quimioterapia, Pero ahora, perdida toda esperanza:
¿Cómo  decirle que sus sueños de dulce adolescente quedarían truncados? ¿Que el dolor producido por la rápida expansión del tumor seguía aumentando cada día, y que tal vez con los analgésicos perdería hasta la conciencia de sí misma? ¿Cómo decirle que ya no sería suficiente el pañuelito con el que discretamente trataba de ocultar el abultamiento que comenzaba a insinuarse bajo la piel del pómulo? ella lo sabía todo, sí.
Pero ahora su silencio me decía que su lucha había terminado. Estaba literalmente extenuada tanto por la enfermedad como por el sufrimiento de su madre. Por primera vez en muchas semanas, no sonrió cuando busqué sus ojos para darle, silenciosamente, un mensaje de aliento.
Descubrí que yo también había perdido la esperanza; un pesado sentimiento de derrota me embargaba. No podía evitar ver en esa joven la imagen de mis hijas. Como en un caleidoscopio, pasaban por mi mente los recuerdos de otros niños que sucumbieron al cáncer, la impotencia de sus familias, la atmósfera oscura de la muerte.
En la infancia, el invierno y la muerte se asociaron un día, cuando la leucemia se me llevó a uno de mis mejores amigos. Desde entonces, los días grises y lluviosos tienen para mí un dejo vago de nostalgia que sólo ahora vengo a reconocer.
Pero ese día brillaba el sol. Algo más recóndito que la memoria me decía que había que cambiar de procedimiento terapéutico. Hasta ese momento, procuraba reforzar sus defensas, relajar su sistema nervioso y aliviar el dolor, utilizando campos magnéticos y terapia láser. Todo el tratamiento se dirigía a fortalecer su cuerpo. Pero ahora, ese mismo cuerpo yacía frente a mí, derrotado.
¿Dejarla ir así simplemente? ¿Callar y eludir la palabra inexorable? Habíamos hablado y trabajado juntos, con su madre, por la por la vida que ahora se apagaba lentamente. Pensé en el amor, más que la tecnología médica, había sido realmente el hilo conductor en esta primera fase de mi trabajo. El amor seguiría conduciéndolo todo, aún en medio del dolor. El amor debía marcar su sendero hasta la muerte. Y hablamos de la muerte. De retirarse dignamente, de amainar el sufrimiento y mantener la lucidez de la conciencia. No hablamos del tumor. Como si hubiéramos olvidado al cuerpo para descubrir otra dimensión del ser.
Emprendimos el viaje silencioso a través de su alma, maestro interior de toda su energía, llave secreta del proceso. El instrumental también cambio. Más que las palabras, ahora era el silencio la herramienta terapéutica. Las manos en vez de imanes. Los ojos en lugar de rayos láser. El propósito era quitar la energía del tumor, esa fricción que ocasionaba dolor y sufrimiento.
Fueron tres semanas críticas. Un día hablé con su madre para que estuviera preparada; yo mismo, con una oración desde el alma, la despedí con pesadumbre. Era una despedida sin amargura, sin sentimiento de fracaso, en la que pude percibir que ella era también una parte mía; que no éramos paciente y médico sino algo más bello y grande, indefinible. Cuando abrí los ojos, en su cara de ángel se esbozaba de nuevo una sonrisa.

Pasó una semana en la que todos los días esperé, casi ansiosamente, el anuncio de su muerte. Cuando estaba dispuesto a llamar para tener noticias, ella misma apareció. Busqué sus ojos, y en sus ojos brillaban la vida. Sonrió. Era más que una sonrisa. Toda la ternura infinita que puede abrigar la vida, fulguraba en su mirada. Todo el amor del universo cabía en su mirada. Como si me mirara desde el alma, con el alma.
Pasaron dos semanas, después tres. El tiempo volaba. Ella era el alma que tomaba de nuevo posesión de su instrumento. Era el cuerpo que respiraba vida, la energía que recobraba fuerza en sus músculos. Renacieron en su boca las palabras. Poco a poco, a medida que el tumor se iba fundiendo, revivían todos sus sueños.
Hoy no necesita usar discretamente su pañuelo; en las mejillas rosadas y en el semblante sin dolor, palpita infinita la vida. Tres años y aún está aquí, sin trazas de tumor.
Por el sendero de la muerte encontró de nuevo el camino de la vida. El silencio realizó lo que no alcanzaron las palabras. Con las manos se logró lo que no pudo la técnica.
Con la fe… Si está jovencita con su fe removió las montañas de la muerte, ¿qué no puede alcanzar el hombre con la fe? ¿Sugestión? Tal vez; pero si la sugestión salva una vida, la sugestión es un medicamento imperial.
Al conversar hoy de su experiencia, aún me dice que lo único que no perdió en el curso de su enfermedad fue una inquebrantable fe, un creer en lo que todos vieron imposible. Como si creer fuera en sí mismo una prodigiosa medicina. En su cuerpo derrotado, sin energía, sin apetito, no existían reservas para sobrevivir. Pero una energía mayor, más grande sin duda que toda la reserva de la energía física, la devolví a la vida.
Como si algo que había escapado de su cuerpo hubiera regresado. El hilo endeble de la vida se había restablecido milagrosamente. Todo se relacionaba con la fe. No la podemos pesar ni en millonésimas de gramo; no tiene ninguna medida tangible, ni es abordable con el más poderoso microscopio. Pero esta energía sutil de la fe logró el triunfo sobre las leyes de la enfermedad. Es un impulso real de toda la maquinaria del cuerpo. Es lo que, para Beatriz, representó la diferencia entre la vida y la muerte.
La fe no es un conocimiento ni una creencia ciega irracional. Es algo que se sabe desde el interior; algo que involucra una parte de razón y la sinrazones del corazón. Uno cree con todas sus células, con toda su vida. La fe no se discute, no se defiende, no se compara. La fe se vive, pues tiene que ver con la esencia de la vida misma.

Algunas preguntas surgen de las enseñanzas que nos regala Beatriz.

  • ¿Hay un lugar de la conciencia desde el cual la enfermedad terminal puede ser revertida?
  • ¿Hay una actitud hacia la vida que favorece la curación de enfermedades incurables?
  • ¿Tiene la enfermedad un propósito vital? ¿Tenemos algo que aprender de la enfermedad?
  • ¿Es la enfermedad una oportunidad para creer y encontrar un sentido de la vida?
  • ¿Quién es el sanador? ¿hay algo en nuestra conciencia que puede sanarnos?
  • ¿Cómo facilitar su trabajo?
  • ¿Cómo convertirlo en un aliado del médico que se ocupa, allí afuera, de nuestro cuerpo?
  • ¿Cómo hacer para que el médico interior colabore con el médico exterior en la búsqueda de la salud ?
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