Unalma

Cambio climático. Necesitamos emerger a nuestra humanidad.

Cambio Climático Jorge Carvajal Unalma

La salida de esta gran tormenta planetaria pasa por un cambio de conciencia

 

Somos 7.500 millones de seres humanos en la tierra. Según las predicciones de la ciencia, si sobrevivimos seremos 10.000 millones para el año 2050, y para el 2100 quizás lleguemos a 11.000 millones. Son cifras muy pequeñas si las comparamos con el daño que hacemos a los billones de entidades que conforman los centenares de miles de especies de la tierra. El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) ha descrito los principales problemas ambientales del planeta en una publicación -de 740 páginas- Perspectivas del medio ambiente mundial (GEO, sus siglas en inglés). Describe en sus conclusiones cómo la tala ilegal y el comercio ilícito de especies silvestres es un negocio que mueve entre 90.000 y 270.000 millones de dólares al año.

Nos revela que el 42% de los invertebrados terrestres, el 34% de los de agua dulce y el 25% de los marinos están actualmente en riesgo de extinción. Concluye que entre 1970 y 2014 la población mundial de vertebrados terrestres se redujo en un promedio del 60%. No hay duda de que estamos siendo testigos de la sexta gran extinción de la vida planetaria. Esta realidad se cierne sobre todas las expresiones de la vida desde los mares y los cielos, hoy poblados de barcos y aeronaves armados de misiles nucleares en nombre de la paz, que sólo albergan la promesa oscura del invierno nuclear.

Y mientras regateamos sobre el costo de la inversión en la descontaminación y la investigación en energías limpias, multiplicamos por cinco en los últimos decenios los mal llamados presupuestos de defensa. Se venden armas que alimentan las mafias de la guerra, las de la droga y el atentado continuo contra nuestros jóvenes víctimas de la adicción a los opioides.

Por las guerras activas y latentes entre regiones, etnias y religiones y la guerra no declarada contra la naturaleza, hemos atentado contra la diversidad genética, necesaria al mantenimiento de la vida salvaje, de la variedad de granos y especies animales, incluidas las abejas. Y, sobre todo, hemos puesto en jaque el porvenir de nuestras sociedades, afectadas por la malnutrición endémica, con sus extremos de hambre y obesidad. La calidad de la alimentación de países enteros se ha deteriorado con la invasión de alimentos ultraprocesados, tan agradables al paladar como letales para la salud humana.

De la guerra contra la naturaleza y otros demonios

No son las diez plagas de Egipto, con las que, según el relato bíblico, Dios envió pruebas sucesivas para ablandar el corazón del faraón y dar libertad al pueblo judío. No, no es un castigo divino, es lo que hemos hecho con la naturaleza al desnaturalizar nuestra propia naturaleza humana.

La actual es una gran crisis de extinción de la vida en el planeta, en la que a pesar de las evidencias incontrovertibles aportadas por la ciencia, y muy a pesar de que ya hoy en vivo y en directo vivimos las consecuencias, estamos bien lejos aún de asumir una respuesta a escala de toda la humanidad. Si todos pusiéramos nuestra pequeña cuota de compromiso con la vida, la vida nuestra y la de todas las especies vivas, estaríamos a tiempo para reparar las graves averías de esta nave – tierra que transporta toda la comunidad viviente por el espacio sideral. Ya no se trata solo de trabajar para el futuro, es ahora el tiempo urgente de garantizar nuestro presente, para que los hijos de nuestros hijos no hereden un planeta estéril.

La velocidad del deterioro que el ser humano ha impuesto al medio ambiente ha superado en unos pocos decenios la capacidad de adaptación de todas las especies. Explotamos la tierra más allá de toda sostenibilidad, competimos, consumimos, contaminamos, perturbamos los bellos paisajes de los nichos ecológicos y oscurecimos el horizonte de nuestras propias sociedades con asimetrías e inequidades insostenibles.

Explotamos la naturaleza, nos explotamos y nos dividimos hasta la indignación, la misma que desató en muchas latitudes tormentas sociales incontenibles. Así, entre todos, por acción y, sobre todo, por la omisión suicida de la indiferencia, hemos sido autores y actores de una tormenta, en la que confluyen con las revueltas sociales, el efecto invernadero, las sequías extremas, las inundaciones sin control, y especialmente la extinción masiva y veloz de especies, que costaron centenares de millones de años al proceso de evolución.

El caldo de cultivo de la indignación colectiva

En los períodos de confluencia de esas crisis mayores que sacuden los cimientos de las civilizaciones, emergen movimientos colectivos alentados por la indignación. Buscan restaurar la dignidad no conquistada todavía, la dignidad no reconocida o la dignidad perdida. Pareciera que este grito colectivo por la equidad fuera también un eco del lamento mayor de toda la naturaleza herida.

La insatisfacción de las necesidades humanas esenciales, el desempleo, el hambre, la pandemia, el cambio climático, el armamentismo, la guerra, el desplazamiento masivo, conforman, entre otras corrientes turbulentas, los afluentes de una tormenta perfecta. A todo esto se suma un desarrollismo insostenible que ha arrasado los recursos naturales y contaminado el medio ambiente que sostenía toda la comunidad viviente.

Cuando nos retiramos a causa de la pandemia, los felinos deambularon mansos por las avenidas, las aves se recrearon en el cielo limpio, los delfines visitaron libres los estuarios. El silencio llenó las noches y los días y en la pausa de la actividad ilimitada parecía florecer la vida. Pero pronto regresamos a la feroz competencia por la supervivencia, subieron nuevamente las tasas de contaminación y los animales regresaron a sus refugios naturales convertidos en prisiones sin futuro. Aumentó de nuevo la velocidad, los coches surcaron raudos por autopistas y los aviones rompieron con su estela de combustibles fósiles la calma azul del cielo. Los ojos de un nuevo telescopio se proyectaron a los confines del universo, al tiempo que ignoramos el universo doloroso del hambre humana. Murciélagos, pangolines, células y virus perdieron sus nichos y los mercados de especies silvestres convirtieron en carne y sangre sus caminos y sus vuelos.

Los murciélagos volaron de sus cuevas hasta los techos de las casas e inyectaron con sus virus la sangre de mamíferos consumidos por los humanos. Usurpados los nichos de las especies salvajes, los humanos fueron en su lugar los huéspedes de los virus y pagaron con millones de vidas la osadía de invadir el espacio sagrado de otras especies.

Si las diferencias oprobiosas nos indignan y las igualdades impuestas nos quitan la belleza de las diferencias, si la competencia agresiva nos convierte en verdugos o en víctimas, y la eliminación progresiva de los puentes sociales de las clases medias nos conduce a la ausencia de emulación y competencia, ¿cómo podemos avanzar hacia un equilibrio dinámico que nos permita cambiar y compartir, sin dejar de ser como realmente somos: únicos?

La crisis alimentaria

 

En esta crisis global de los valores en la que perdimos el valor solidario del amor, la crisis del hambre es la peor. Una de cada diez personas en el mundo, alrededor de 750 millones, no sabe si al día siguiente podrá comer lo suficiente para sobrevivir. Tres mil millones, casi la mitad de la población mundial, no pueden costarse una dieta sana. – Ver nota –

 

A las convulsiones sociopolíticas y económicas añadimos hoy el más crónico y agudo de todos los desafíos: el hambre. La crisis alimentaria es un fracaso de modelos económicos que han conducido a la pobreza insostenible de centenares de millones de personas. El consumismo sin medida conduce a la contaminación y el desperdicio reflejado en 930 millones de toneladas de alimentos que se tiran anualmente a la basura, mientras unos 900 millones de personas padecen el flagelo del hambre.

Según Máximo Forero director del departamento de Economía de la FAO (la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), para el año 2005 había 895 millones de personas con hambre en el mundo. Esta cifra fue mejorando progresivamente hasta el 2014, para entrar actualmente en un período de retroceso que tal vez nos lleve hasta la década de los 90, cuando se vivieron grandes crisis alimentarias.

Este problema de la inseguridad alimentaria, agravada hoy por la invasión de Ukrania, afecta especialmente a las mujeres, los niños y las personas más pobres. El programa de la ONU para el medio ambiente afirma que “los medios de subsistencia del 70% de las personas que viven en situación de pobreza dependen directamente de los recursos naturales”. Otros informes elaborados por la FAO elevan la tasa de alimentos perdidos hasta el 30%. Esto se comprende si se tiene en cuenta toda la cadena, es decir, desde las pérdidas en la producción y transporte hasta el desperdicio en los hogares, comercios y restaurantes. El mismo programa, PNUMA también profundiza en las implicaciones medioambientales del problema. Sostiene el informe que entre el 8% y el 10% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero están asociadas a los alimentos que no se consumen, tanto por las pérdidas en los procesos de producción y transporte, como en la etapa del consumo final. Como advierte un reciente estudio de la ONU, solo en los hogares cada habitante del planeta derrocha al año 74 kilos de comida.

Un grupo de expertos científicos que asesoran a la ONU en asuntos de cambio climático, conocido como IPCC, advierten que el problema del calentamiento global ha adquirido ya tal magnitud, que no basta con actuar solamente sobre el sistema energético, sino que es necesario emprender cambios en todas las áreas, incluido el sector alimentario. Marta G. Rivera Ferre, miembro del IPCC, nos recuerda que el desperdicio alimentario constituye un problema, no solo por el incremento las emisiones de gases de efecto invernadero, sino también por su gran impacto en el consumo de agua, la contaminación por pesticidas, los usos del suelo y la pérdida de biodiversidad.

La dificultad de acceder a una alimentación sana.

Teniendo en cuenta la necesidad de acceder a una diversidad de alimentos que permita obtener todos los micronutrientes esenciales para una vida saludable, reconocemos hoy lo que representa una catástrofe para el futuro próximo de la tierra: dos de cada tres niños en el mundo no se alimentan correctamente. Esto es aún más grave en países con crisis permanentes, donde hasta el 86% de la población se ve privado del acceso a una alimentación equilibrada, que debería contener como mínimo 2.300 calorías y 69 gramos de proteínas por persona al día, además de las vitaminas y micronutrientes necesarios. Una dieta equilibrada tiene un costo medio cinco veces mayor que la dieta para satisfacer la demanda energética basada en carbohidratos, lo que hace que la crisis alimentaria afecte la salud y el desarrollo de las poblaciones más pobres, ahora en aumento con las secuelas de la inflación global desencadenada por la guerra y la pandemia. El resultado es que un tercio de los niños menores de cinco años en el mundo no está creciendo sanamente. Casi 200 millones sufren de desnutrición aguda o crónica, mientras que 40 millones viven con otra malnutrición: la del sobrepeso, muy relacionada con el acceso creciente a productos ultraprocesados, que ha provocado que las personas de bajos recursos abandonen su dieta tradicional.

La pandemia de covid-19 ha empeorado las previsiones sobre el hambre en el mundo desde el 2020, pues se calcula que incremente entre 83 y 136 millones de hambrientos por los problemas de acceso a comida debido a la inflación y la recesión económica.

Los costos ocultos de la malnutrición

Además del hambre y la obesidad, dos costos evidentes de la mala alimentación, que está generando un mundo de personas malnutridas, tenemos costos ocultos enormes representadas en el tratamiento de enfermedades no transmisibles como la diabetes y los trastornos cardiovasculares. Según los científicos asesores de la OMS estas condiciones generan un costo de 1.1 billones de euros, 97% de los cuales podrían ahorrarse con una buena alimentación. También nos dicen estos expertos que dedicamos 1.2 billones de euros a sufragar los costos derivados de las emisiones de efecto invernadero provocados por la demanda inadecuada y el desperdicio de alimentos.

Si cambiamos nuestros hábitos de consumo y evitáramos la mayor parte del desperdicio que se genera en los hogares, podríamos ahorrar alrededor del 50% de estos costos (entre el 41% y el 72% según los estudios). A pesar de estas evidencias solo 11 de los 200 países que están dentro del Acuerdo de París contra el calentamiento global, han incluido en sus programas, medidas para el control del desperdicio de alimentos

Epílogo

Con lo que anualmente se desperdicia en alimentos podríamos nutrir 1260 millones de personas en situación de pobreza extrema al año. En solo Estados Unidos, con la pandemia aumentó en 686 el número de los multimillonarios, una asimetría insostenible si consideramos las decenas de millones de personas que incrementaron su pobreza. Algo similar ocurre con la guerra, en la que todos pierden salvo los vendedores de armas que y alientan la destrucción para beneficiarse luego del jugoso negocio de la reconstrucción.

Caminemos juntos hasta el día en que podamos medir la economía más allá de la barbarie del producto nacional bruto, que da información de la riqueza de los países, pero no del bienestar integral de sus habitantes. Detrás de las cifras del PNB se esconden las más oprobiosas injusticias, que nos indican hoy, que en el árbol de la vida humana, hemos separado peligrosamente el tronco de las ramas y no hemos devuelto a las raíces productivas de la tierra, lo que les correspondía del fruto y la cosecha.

Ya tocamos fondo. Es tiempo de despertar a nuestra responsabilidad, que no puede ser la de señalar a otros. Preguntémonos, qué huella ecológica generamos con lo que producimos y consumimos, cómo alimentamos la injusticia social y la contaminación ambiental con nuestros modos de desperdiciar. La tierra, el agua, el fuego, el aire no solo son el ambiente que nos rodea, son constituyentes de nuestra propia esencia. Lo que hacemos con ellos lo hacemos con nosotros. A pesar de los eventos críticos que hoy vivimos, podemos encontrarnos en el fondo de nosotros para ascender con dignidad a la diversidad de esa humanidad una, que entre todos somos.

Asumamos la tarea que nos corresponde en la reconstrucción del tejido de las sociedades y la naturaleza desgarradas.

La inevitable caída por la explosión de las burbujas de los falsos paraísos nos está dando un baño de humildad. De responsabilidad. De humanidad.

Pero tal vez de caer y tocar fondo es la oportunidad única que se nos presenta para despertar y asumir nuestro rol humano en el seno de la comunidad de vida en la tierra. Así desnudos, tal vez podamos regresar a nuestra naturaleza para volver a nacer de ella.

 

En este punto de bifurcación de toda la evolución terrestre no tenemos otra alternativa que emerger a un nuevo sentido de lo humano. Es el sentido de nuestra misión en el contexto de la evolución con todos los seres vivos de la tierra. Pero mientras entendamos tanto de muchas cosas sin comprender casi nada de ninguna, mientras no nos impliquemos sintiendo que esta crisis es una oportunidad única para un cambio de conciencia, seguiremos creyendo ingenuamente que la solución está en una poderosa intervención externa, ya sea política, económica, religiosa. O milagrosa. Es cierto que a estas alturas de la crisis necesitamos verdaderos milagros, pero sin cada uno de nosotros ello no será posible. Necesitamos conocer, reconocer, conmovernos y asumir el cambio de conciencia que la evolución de la gran corriente de la vida necesita de nosotros.

 

Autor: Jorge Carvajal P.

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