Unalma

Una conversación desde el alma

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Una conversación desde el alma.

En una conversación desde el alma, el reconocido comunicador social Iván Lalinde y el médico sintergético Jorge Carvajal se encuentran por primera vez a través de la red, para compartirnos reflexiones y vivencias sobre aspectos cruciales de la vida humana.  Temas como la comunicación y las relaciones, los sistemas médicos, y el aprendizaje inherente al nacer, el vivir y el morir, van discurriendo en noventa minutos de diálogo fluido y apasionante.

Artículo por Jorge Carvajal

Me atrevo a decir que conversar con Iván ha sido una experiencia extraordinaria. Trataré en este escrito de plantear algunas reflexiones, que asumo como personales, sobre los temas tratados, reconociendo que en nuestra entrevista hay mucho más que conceptos y palabras.

Dialogamos sobre la comunicación y su rol crucial en estos tiempos de crisis. Las respuestas insinuadas nos plantean otras preguntas:

¿Qué comunicamos y cómo lo hacemos?

¿Sabemos que el lenguaje corporal y la música del sonido – “el tonito” – son tan significativos en la comunicación como las palabras?

¿Qué pretendemos al comunicarnos? ¿Servimos? ¿Nos ponemos en el modo superficial de la oferta y la demanda de la moda, para hablar más de lo mismo, o decir sólo lo que los posibles seguidores quieren oír?

¿Informamos, formamos, deformamos?

¿Pretendemos crear opinión desde nuestra propia inconsciencia?

¿Manipulamos?

 

Una comunicación auténtica pone al comunicador en resonancia desde adentro, desde la sinceridad y el compromiso.

 

El poder de la opinión pública es una de las fuerzas que mueven la evolución de países y civilizaciones. ¿Hacia dónde va este movimiento? ¿Se dirige hacia la humanización, el altruismo, la justicia, la paz, la solidaridad? ¿Conduce al bien común?

Las posibles respuestas dependen en buen aporte de la calidad de los medios de comunicación y, sobre todo, de la ética de los comunicadores. Una opinión pública madura es un tesoro para países, regiones y culturas. Una opinión pública inmadura es el caldo de cultivo para todas las formas larvadas o explícitas de totalitarismos, populismos y demagogias.

A fuerza de repetirlas, las noticias falsas se convierten en verdades manipuladas para desconocer la verdad; se transforman en post-verdades que rechazan todo tipo de evidencias. Estas “fake news” que algunos, eufemísticamente, llaman post-verdades, cambian los hechos de la historia, adoctrinan y se convierten en poderosas creencias que compiten hasta con los descubrimientos de la ciencia.

 

Es la comunicación infiltrada por poderes que utilizan sin escrúpulos los algoritmos y arquetipos culturales para mantener privilegios oscuros.

 

El correo, la radio, la televisión, la telefonía convencional, todos los instrumentos de comunicación se han ido desarrollando vertiginosamente hasta que este planeta queda ahora convertido en una pequeña aldea densamente intercomunicada en directo por las redes sociales.  Esta red de redes entrelazadas, puede convertirse en la mejor de las medicinas o en el peor de los venenos. No es la red en sí, es la conciencia al mando lo que representa la posibilidad de hundirnos o emerger.

Puede ser un instrumento al servicio de la libertad que afirma y fortalece la dignidad del ser humano, o puede ser contaminada por el ruido de noticias prefabricadas a la medida de intereses monopólicos. Puede ser empleada para amplificar la belleza, la bondad y la verdad, o para difundir pornografía y terrorismo. Todo, lo bueno y lo menos bueno, los grandes avances como las catástrofes, pueden ser hoy compartidas en todas partes del mundo tiempo real.

 

Estamos inmersos en la no localidad de las comunicaciones y la conciencia: Tal vez ahora sea la hora de asumir que somos células del tejido de la tierra, y reconocer que en ella e cada ser y cada cosa, cada vida, cuenta.

 

En una segunda fase, que a la larga ha constituido el núcleo del intercambio de ideas y experiencias, surge la necesidad de plantearnos un tema aparentemente lejano pero íntimamente conectado al anterior. Es el tema de la muerte, que tanto incide en nuestras vidas, en nuestras creencias y programaciones, en nuestro modo de relacionarnos con nosotros y los otros. Convertida en tabú, revestida con el colorido de cielos, purgatorios e infiernos, la muerte ha sido en nuestra cultura occidental como un final ineludible contra el que luchamos a muerte o del que huimos inconscientemente.

Afrontar de otro modo la muerte, la gran muerte, y las pequeñas muertes, que en la vida siempre la preceden, es una necesidad mayor porque, lo sepamos o no, la muerte tiene el colorido de nuestra visión del mundo y los sistemas de creencias. En esa perspectiva es frecuente que pintemos la muerte en un paisaje oscuro y desolador.

 

El temor de morir nos lleva a ir de luto por la vida, pues no nos hemos atrevido a preguntar si el ser se puede morir en la muerte, o qué o quién se muere cuando uno parece que muere. Esto es producto de haber confundido la vida con el cuerpo, y con frecuencia nuestro modo de asumirlo es el de vivir como si nunca nos fuéramos a morir. No hemos puesto la muerte en la ecuación de la existencia; no pensamos que puede ser una transición hacia otro modo de presencia.

 

No asumimos tampoco el hecho constatado en biología de la muerte como un proceso necesario a la renovación de la de la vida. La renovación de células, moléculas y átomos supone la participación activa de la muerte, como un escultor que va eliminando lo que sobra. En medicina comprobamos cómo muchas enfermedades son literalmente un fracaso de la muerte. En el cáncer, por ejemplo, un grupo de células que se “niegan a morir” no responden a esa muerte benéfica que conocemos como la apoptosis o la muerte celular programada, en la que células envejecidas o mutadas pueden morir para ser reemplazadas por células sanas.

Así, eso de que la vida está hecha de muerte, es mucho más que una metáfora. La muerte es una condición esencial de la vida, es como la pausa necesaria al ritmo –  ya sabemos que la vida, la salud misma, es pura ritmicidad cíclica.

Todo esto implica que es un sinsentido convertir la medicina en una guerra a muerte contra la muerte, o que nuestra estrategia para afrontar la muerte sea una primitiva reacción de ataque o huida.

Como se vive se muere

Lo que llevamos a la muerte, no es ni más ni menos que la vida. Más aún, la gran muerte es como el capítulo final de un libro, el de la vida. Ese libro, está lleno de episodios de pequeñas muertes y renacimientos que nos renuevan. Podemos apreciar en ese libro inscrita la versión original de nuestra biografía y capítulos enteros de desapegos, de renuncias y de duelos. De dolores que no tendrían porqué convertirse en sufrimientos.

Todo en nuestra vida es un proceso de aprendizaje, incluyendo el nacimiento y la muerte. Quiere esto decir que nuestra capacidad de reinventarnos, de morir permanentemente al no ser, de cambiar, de aprender, es una medida de nuestra vitalidad.

Vivir una vida humana no es sólo respirar o vegetar. Se puede estar medio muerto en vida. Podemos repetirnos como zombis en una rutina gris que hace de la vida una forma lenta de morir. Ir a la deriva de la corriente del consumismo y de la moda nada tiene que ver con el arte de vivir la vida. El ser es un proceso de renovación permanente, y la vida, la vida, es algo que no sólo se renueva sino que permanentemente se recrea.

La vida autopoiética, una palabra que se deriva de la misma raíz griega para poesía. Y es que la vida es arte, es poesía. Al final de cada rima, la muerte es como la pausa, que marca el ritmo de la vida.

La vida no es lo contrario de la muerte, ni ésta representa lo opuesto al nacimiento. Morimos un poco al nacer pues, más allá de lo que pudiéramos creer, el nacimiento es una pequeña vivencia de muerte. Y la muerte, una gran vivencia de renacimiento.

Ambos, nacimiento y muerte, son como las dos orillas de una gran corriente, la vida. En esa corriente vivimos y somos, estamos y aprendemos. Que el aprendizaje del nacimiento, de la vida y de las pequeñas muertes, de los finales y comienzos, de las bienvenidas y las despedidas, nos lleve a sentir, adentro, la continuidad de la vida.

Nuestros padres se van un día de sus cuerpos, pero no de nuestros sentimientos. Todos nuestros ancestros siguen presentes tanto en nuestra herencia como en nuestra epigenética. Estamos sembrados en la misma tierra, la tierra de todos. Llegamos a un mismo puerto y nos convertimos en gotas unidas al océano. Y en océano. Que podamos ser felices como esos aprendices que nunca se resisten a aprender. Cuando aprendemos, cuando cambiamos. Así vivimos. Así morimos.  No nos resistamos a aprender, que aprender es cambiar y es vivir. No te resistas a esa muerte que está ocurriendo instante a instante, en presente.

Acompañar la muerte

En el lecho del moribundo se aprende la gran lección de rendirse, entregarse, aceptar y trascender. El punto de partida es la aceptación, relacionada con la plena atención al presente. Allí morimos al pasado y al futuro. En presente aprendemos, vivimos. Amamos. En presente morimos a lo que no somos, a las programaciones y las expectativas para nacer al ser que somos. En presente estamos muriendo, naciendo, viviendo.

Esa sincronicidad de la muerte y de la vida se sucede a cada instante. En ese momento el tiempo es profundo y podemos decir que somos eternos. No es el tiempo horizontal y extenso del reloj, es el tiempo intenso y hondo del presente, que engloba el pasado y el futuro. Allí adivinamos el observador, el aprendiz en nosotros. El alma. Allí aprendemos que vivir, más que conocer, es comprender. Encender una llama de amor viva, adentro. Adentro.

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